Tres amigas rumbo a Manzanillo
Eran vacaciones de Semana Santa. Hacía tanto calor que me daban ganas de salir a la calle sin ropa. Pero qué vergüenza, ¿no? Así que decidí organizar un viaje con mis amigas Yunuen y Claudia. Les hablé por teléfono y, como buena conspiradora de travesuras, les propuse irnos a la playa de Manzanillo: tres días, cuatro noches, nosotras solas... a la aventura. Cuando llegó el día de la partida, en la nueva central camionera, Claudia llevaba comida como para sobrevivir un mes, y un salvavidas tamaño jumbo que apenas y cabía en el camión. Yunuen cargaba cuatro maletas repletas de ropa y una gran canasta llena de lonches calientitos, que hacían que el interior del autobús oliera a garnachas de fonda de la Calzada. Yo solo llevaba una vieja mochila con tres cambios de ropa, bloqueador solar, doscientos pesos, una barra de chocolate y una ánfora de Tonayán. Emocionadísimas, ya íbamos imaginando las aventuras que nos esperaban en Manzanillo. ¡Y resulta que la primera de todas sucedería ahí mismo, en el autobús!
La mirada de Yunuen se posó en un pasajero dos asientos delante de nosotras.
—Cecilia, acabo de encontrar al amor de mi vida —dijo con los ojos brillando, mientras yo hojeaba mi revista El Vaquero.
—Ah, sí… el amor de tu vida número un millón trescientos cuarenta y seis —dije, sin apartar la vista de mi revista El Vaquero.
—¡No seas sangrona! Es en serio. Mira, es el chico de rastas, el de la playera verde. Háblale, preséntamelo, por favor.
Dejé la revista a un lado.
—¿Y qué me vas a dar si le hablo?
—Pues, como me he dado cuenta, tú no trajiste comida…
—Sí traje. Una barra de chocolate.
—¡Pfff! Eso no te quitará el hambre, y yo, tu querida amiga, traigo en mi canasta quince lonches con diferentes guisos: frijoles fritos, queso con jalapeños, picadillo, jamón, panela, huevo a la mexicana, bistec adobado, salchicha con chipotle, birria, pollo en mole pipián, chicharrón, spaghetti a la boloñesa, pierna, cajeta con lechera… y huevos con chorizo. Todos receta especial de mi mamá.
Cuando terminó de recitar su menú de fonda móvil, mi estómago rugió como si llevara tres días sin comer. Se me hizo agua la boca.
—¡Nooo! Claudia trae comida como para alimentar a todos los pasajeros por una semana… ¿verdad, Claudia?
—Sí… y con gusto te daría, sin pedirte nada a cambio. Pero hay un pequeño problema…
—¿Qué? ¿Cuál es el maldito problema?
—Pues… toda la comida se quedó en el portaequipaje.
—¡Diablos! ¡¿Dónde tienes la cabeza para cometer semejante barbaridad?!
—¡No me grites! No fue mi culpa. Lo que pasa es que la comida estorbaba en el pasillo y me dijeron que tenía que dejarla abajo… o pagar dos asientos extras.
—¿Pero al menos habrás dejado algo para comer durante el camino?
—Ni que fuéramos a durar tres días. Sólo van a ser como tres horas de trayecto.
—¿¡Quéeee!? ¡Tres horas sin comer!
—No seas dramática, Cecilia. Acepta mi propuesta: preséntame al muchacho, tú eres muy buena celestina… y te doy de mis lonches. ¿Qué dices?
—Mmm… no sé. Déjame pensarlo.
Por suerte traía algo para beber (mi fiel Tonayán) y mi revista El Vaquero para matar el tiempo. Ya había pasado una hora y llevaba media botella. Los dibujos de la revista comenzaban a distorsionarse grotescamente. No había desayunado, y el olor de los lonches flotaba en el aire como una tortura olfativa. Dejé de leer: ya no podía distinguir los diálogos. Parecía que los dibujos cobraban vida. Me levanté para ir al baño, tambaleándome como borracha de cantina. Todo se movía. Entré al microbaño del camión, que apestaba como carnicería del mercado San Juan de Dios. Sostenerse ahí es como intentar bailar tango durante un terremoto. Logré hacer mis necesidades mientras el alcohol me seguía dando vueltas en la cabeza. Salí y, al dar un traspié por un acelerón del autobús, fui a caer directamente sobre las piernas de un viejito.
—¡Ay! Disculpe, señor. Oiga… ¡qué guapo usted, eh!—y le pestañeé en señal de coqueteo.
—Usted, jovencita, ya está pasada de copas. ¿Que no sabe que está prohibido tomar bebidas alcohólicas durante el viaje?
—Sí, lo sé.
—¿Entonces?
—Las reglas se hicieron para romperse.
—¡Muchacha grosera! Ya levántese de aquí —Vituperó el anciano mientras yo me reincorporaba, roja de la risa y del calor. Claudia y Yunuen no podían parar de reír.
—¿De qué diablos se ríen? ¿Nunca se han caído en un camión?
Pero las carcajadas no paraban.
—Cecilia, ya estás bien borracha y ni siquiera hemos llegado a Manzanillo —dijo Claudia—. Yunuen, deberías darle un lonche para que se le baje la peda.
—¡Ni loca! Ya le dije la condición. Además, la tiene bien fácil: hay un asiento vacío al lado del muchacho que tiene que presentarme.
—¿Quieres que le hable con mi aliento etílico, o qué? Así sólo va a pensar que somos unas ridículas.
—Ya sé —intervino Claudia—. Yunuen, dale un lonche por adelantado y, cuando se sienta mejor, que le hable al chavo.
—¿Qué dices, Cecilia? Si te doy el lonche ahorita, ¿cumples tu parte del trato? Recuerda que el fin justifica los medios.
—Arre pues, pero que sean dos. Quiero el de panela y el de huevos con chorizo, que tanto me encanta. Y si el chavo me rechaza o se burla, me vas a tener que dar también el de cajeta con lechera. ¿Estamos?
A Yunuen no le encantó la idea de pagar por adelantado, pero como ella misma dice: el fin justifica los medios. Tardó un buen rato en buscar los lonches, y me los dio de mala gana. Así que yo también haría mi trabajo con el mismo entusiasmo. Aunque… no puedo mentir: los lonches estaban deliciosos, sobre todo el de huevos con chorizo. ¡Una gloria! Sin que se dieran cuenta, seguí empinándole al Tonayán para agarrar un poco más de valor, hasta que logré convencerme de que hablarle a un desconocido no me causaría ningún daño. Y ahí estaba yo, de pie… a un lado del muchacho.
—Disculpa, ¿puedo platicar contigo por un momento?
Cerré los ojos, temerosa de la respuesta.
—Sí, claro, siéntate, chica. ¿Cómo te llamas?
—Cecilia. Y me gusta que me digan Cecilia.
—Oye, Cecilia… ¿has estado tomando, o ya me está fallando el olfato?
—Así es. Te ofrezco unos tragos para amenizar el camino.
—Estupendo. Como que me voy a llevar bien contigo, Cecilia.
—Déjame voy por mi mochila, ahí traigo la pachita.
Me levanté sin perder el equilibrio —milagrosamente— y me dirigí al asiento trasero. Pero en cuanto estiré la mano hacia mi mochila, Yunuen me tomó del brazo con fuerza y me lanzó una mirada malévola. De esas que podrían incendiar un campo.
—Espero hagas bien mi encarguito, ¿eh?
—¿Por quién me tomas? Yo siempre cumplo.
Regresé al asiento junto al muchacho, con paso más decidido que sobria.
—Bueno, aquí está el Tonayán. No es muy bueno, pero sí es pegador... y baratísimo.
—No hay fijón —dijo, y que le da un tragote de Hidalgo, como si fuera mezcal de etiqueta.
—La razón por la que estoy aquí molestándote es porque mi amiga Yunuen quiere conocerte. A ella le laten los muchachos de la onda reggae, pero siempre es tímida para dar el primer paso. Además, acepté su petición porque no traje comida... y necesitaba sobrevivir durante el viaje.
—¿Sobrevivir durante el viaje? Si sólo son tres horas de camino —se carcajeó.
—Sí, pero tú no sabes. Yo soy bien tragona. A todo esto, ¿cómo te llamas?
—Me llamo Alfonso. Pero a ver, muéstrame quién es tu amiga, la quiero conocer.
—Está dos asientos atrás, tiene una blusa color café y el ceño fruncido. Sí, la que está junto a Claudia, la chica de negro.
—Yeah, me agrada la chica... pero con esa cara de amargura se ve de pocos amigos.
—Nada es perfecto. Entonces te la voy a traer para que se conozcan.
Me dirigí con Yunuen y la jalé para presentarla con Alfonso. Hecha mi parte del trato, decidí dormirme un rato. Me recosté en el asiento y me quedé frita, una hora por lo menos. En el sueño iba montada en una Harley Davidson, a toda velocidad por una carretera solitaria. El viento me daba en la cara, el motor rugía bajo mis piernas, y todo parecía tan genial, tan libre. A lo lejos divisaba el final del camino, que parecía terminar en un campo verde... algo como pasto. Le aceleré con emoción, como si fuera a llegar al paraíso. Pero cuando la carretera terminó, eso no era pasto: era una laguna espesa y verde, llena de musgo. ¡Mi moto voló directo al agua! Se hundió de golpe en esas horribles aguas verdes... ¡me ahogaba! Luchaba por salir y no podía respirar... Desperté de un sobresalto, empapada en sudor, con el corazón al galope. Claudia estaba roncando como motocicleta vieja... y para colmo me estaba babeando el hombro. Molesta, me levanté para ir al baño y sacudirme el sueño. Pero al abrir la puerta del baño... ¡vaya sorpresita! Ahí estaban Yunuen y Alfonso, dándose unos besotes dignos de telenovela mexicana.
—¡Yunuen!
—¡Aaaaaaah! —gritó ella, espantada—. ¡¿Qué haces aquí?! ¡Vete!
—¡De menos pongan el seguro a la puerta, carajo!
Cerré la puerta de golpe y regresé a mi asiento.
—Cecilia, ¿qué pasó? ¿Te encontraste a Yunuen y al chavo en el baño? Los muy descarados ni disimularon. ¡Se fueron juntos al baño sin pena! ¿Qué viste?
—Me los encontré besuqueándose... Creo que voy a seguir tomando Tonayán para reponerme de la impresión.
Por fin llegamos a la central de Manzanillo. Yo ya estaba demasiado ebria y con un hambre que me retumbaba en las tripas. Todos los pasajeros ya se habían bajado, menos Yunuen y Alfonso, que seguían en el baño (haciendo Dios sabe qué). Claudia fue a avisarles que ya habíamos llegado. Yunuen se despidió del amor de su vida número un millón trescientos cuarenta y seis, no sin antes intercambiar números de teléfono, como si eso asegurara su próxima boda.
Las tres nos quedamos sentadas en una banqueta, sin saber que hacer, viendo el horizonte. Parecía que habíamos llegado para establecernos a vivir en Manzanillo: con tantas maletas, el salvavidas jumbo, la sombrilla playera… y ni se diga toda la comida. Parecía más bien que estábamos montando un puesto de comida ambulante en plena calle. No faltaba más que el letrero de "Tacos y Lonches Doña Claudia".
—Bueno, como no traemos mucho dinero, hay que irnos caminando —propuso Claudia con entusiasmo sospechoso—. Así ahorramos para ir a los antros.
—¡Estás loca, Claudia! ¿Cómo le voy a hacer para cargar mis cuatro maletas y mi canasta? Hay que tomar un taxi. Además, Cecilia ya está bien borracha y quiere vomitar —respondió Yunuen, casi al borde del colapso logístico.
—Ya vomité, gracias —dije con dignidad falsa—. ¡¿Cómo nos vamos a ir caminando?! Con todo lo que se trajeron inútilmente, lo que menos necesitamos es un taxi, Yunuen... ¡ocupamos una maldita mudanza!
Yo y mi maldita bocota... Yunuen me soltó un porrazo en la espalda.
—Ándale, Cecilia, te lo merecías. Pero ¿cómo que cargamos equipaje inútilmente? ¡Si traemos lo necesario!
—¿Qué dices, Claudia? ¿Lo necesario es una sombrilla playera, un salvavidas jumbo, cuatro maletas atascadas de ropa, comida para un mes y una canasta llena de quince lonches calientitos? ¡Si sólo nos vamos a quedar el fin de semana!
—Sólo me quedan trece lonches —apuntó Yunuen con seriedad—. Recuerda que tú te tragaste dos.
—Bueno —dijo Claudia, con voz de paz—, pero si ustedes dos nada más se la han pasado peleando todo el camino, no busquen culpables, busquen soluciones. Y como ahorita tienen la razón bloqueada, yo sugiero que nos vayamos de raite en alguna camioneta, para que quepan todas nuestras cosas.
¡Por fin una buena idea! Por suerte iba Claudia, porque si hubiéramos venido solo Yunuen y yo, terminaríamos tiradas como bultos en la banqueta, en medio de un caos apocalíptico. Llevábamos ya cuarenta minutos pidiendo aventón, pero nadie se compadecía de nosotras. O tal vez sabían que subirnos con todo ese equipaje era una empresa condenada al fracaso. Así que nos enfocamos en parar camionetas, pero la mayoría iban repletas: familias, animales… lo que fuera. Yo ya estaba harta. ¿Dónde demonios encontraríamos a alguien que nos hiciera el paro de llevarnos a la playa? Y de repente, como un milagro sacado de una telenovela barata... alguien se detuvo. Una camioneta.
—¡Señor, señor, gracias! —exclamamos las tres, casi con lágrimas.
—¿A dónde van, muchachas? —preguntó el señor, con acento costeño.
—Señor, queremos ir a la playa. Si usted va para allá, ¿nos podría llevar? —preguntó Claudia con su tono de niña buena.
—Claro que sí, muchachitas. Con todo gusto las llevo —respondió el señor, rascándose el mentón y lanzándole a Claudia una mirada tan lujuriosa que me dieron ganas de aventarle el salvavidas en la cara.
Me acerqué a Yunuen y le hablé bajito:
—Este viejo rabo verde me da mala espina, Yunuen. ¿No viste la mirada que le lanzó a Claudia? ¿Y si nos hace algo? Mejor no hay que subirnos.
—¡Ay, qué tonterías dices, Cecilia! Yo ya me quiero ir a la playa. Además, ¿dónde vamos a encontrar a alguien que nos haga el paro de llevarnos con todo y equipaje, sin escalas? ¡Señor, muy amable! ¡Déjeme voy subiendo mis cosas! —terminó gritando la muy indiferente.
No hicieron caso a mis advertencias. Claudia se fue adelante con el señor, platicando como si fuera su tío, y Yunuen y yo nos acomodamos atrás, entre el equipaje. Al parecer, todo iba relajado. Claudia iba conversando y riendo con el viejo, Yunuen me contaba, con voz soñadora, su aventura con Alfonso: el amor de su vida número un millón trescientos cuarenta y seis...
Por Cecilia MerMor
Nota :
Este relato lo escribí el 31 de agosto de 2008, cuando tenía apenas 19 añitos. Por esos años, me encantaba imaginar historias donde mis amigas de la preparatoria y yo vivíamos aventuras absurdas, llenas de risas y bromas internas. Muchos años después, lo saqué del cajón de los recuerdos y decidí darle una pulidita. Me emociona compartirlo ahora, con todo su humor, nostalgia y tonayán.
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