Apango, Jalisco.


 En 2018 hicimos un viaje a Apango, Jalisco, con el propósito de explorar los territorios que habitan las obras de Juan Rulfo. Aquella vasta serranía —hermosa, imponente, abismal— daba la impresión de transportarnos al pasado. Llegamos a una comunidad silente, detenida en el tiempo. Encontramos una tiendita que parecía un verdadero museo de la nostalgia: anuncios de los desaparecidos pastelitos Flipys, publicidad desactualizada, colores de otro tiempo. Mis amigos exclamaron de emoción al descubrir que ahí aún vendían cigarros Raleigh. Compraron unos para fumar y decían que sabían a humedad y a viejito rancio, pero la alegría del hallazgo fue tal que no impidió que se los fumaran por completo. Yo, fiel a mi costumbre, compré una coquita en envase de vidrio para refrescarme. La señora la sacó de esas antiguas hieleras grandes y blancas, con puertas rojas, que aún conservaban el destapador a un costado y el contenedor para las corcholatas. Me froté la botellita en la sien para aliviar el calor, y le di el primer trago: un trago de gloria, sí señor. Aquel sitio me inspiraba, me llenaba de imágenes, como si pudiera escribir cien historias en un suspiro.

Nuestros profesores nos advirtieron que teníamos hasta la una de la tarde para recorrer el lugar y que no nos dispersáramos. Pero esta vez, los historiadores y antropólogos nos cruzamos una mirada de complicidad: decidimos separarnos del grupo. Ramón dijo: “Hay que subir el cerro”. Volteamos a ver aquella mole de tierra café y quebrada, como si Dios hubiera estado amasando barro para crear al hombre y hubiera dejado allí el sobrante, todo apelmazado. Se nos hizo fácil querer escalarlo. A escondidas de los demás, nos adentramos más en el pueblo. Las casas de adobe, maltrechas por el tiempo, se alineaban junto a caminos de tierra roja. El aire puro y fresco golpeaba mis pulmones, acostumbrados al aire denso de la ciudad. Vi niños jugando con la tierra. En las cocinas aún se usaba leña, se escuchaba el tronar de los maderos al fuego y el humo con olor a ocote escapaba de las chimeneas. En una esquina, vi pasar a una mujer vestida muy a principios del siglo XX: un faldón largo con olanes, el rostro cubierto con un rebozo, y huaraches de piel.

Llegamos a las faldas del cerro buscando un punto para iniciar la subida. La empresa parecía sencilla, pero no lo era. El terreno estaba quebrado, y había que dar grandes zancadas. Yo, en mi condición de mujer, evitaba quejarme o mostrar miedo para no dar pie a que los chicos pensaran que era una cobardona o debilucha. Pero lo confieso: sentí temor. Sabía que si la subida era difícil, la bajada sería un suplicio. Aun así, fui de valentona, decidida a demostrar que podía. Hubo sitios donde mi estatura no me permitía brincar las rocas, y Ramón me tendía la mano para ayudarme. Anita se la pasó quejándose durante toda la subida: decía que estaba cansada y que no quería ensuciarse. Caminaba muy lento, pero lo logró. A empujones y jalones, todos llegamos arriba. En un tramo, algunos montículos de tierra se desgajaron a mi paso y me aterré, pero no podía rendirme. En una brecha vimos zorros blancos devorando una rata de campo; al oírnos, huyeron internándose en la maleza.

La flora y la fauna eran un regocijo para la mirada. Alcanzamos una meseta en la medianía del cerro y nos detuvimos a contemplar la magnificencia del paisaje. Sólo se oía el silbido del viento. Las águilas surcaban el cielo, y yo soñaba con tener su libertad. Observábamos aquel verdor, aquella sierra inmensa y su fondo abismal. Un paso en falso, pensaba, y era una muerte segura. Jaime jugaba con un palo que parecía bastón; todos nos reímos y le dijimos que parecía Moisés. Ramón se sentó sobre una roca a contemplar el horizonte. Yo ayudaba a Charlie a buscar algún vestigio de lítica: sólo hallábamos piedras peculiares que guardábamos en nuestras mochilas y algunos fragmentos de obsidiana.

Todo aquel espectáculo era tan novedoso para mi espíritu. Daba gracias por tener la oportunidad de explorar los confines de Jalisco que desconocía. Juan Rulfo apenas mencionó este sitio en Pedro Páramo"Es domingo. De Apango han bajado los indios con sus rosarios de manzanillas, su romero, sus manojos de tomillo. No han traído ocote porque el ocote está mojado, y ni tierra de encino porque también está mojada por el mucho llover." Pudo haber dado más rienda suelta a su imaginación de haber pasado unas horas más aquí.

Cuando decidimos emprender el descenso, escuchamos una detonación de escopeta. “¡Pies, para qué los quiero!” Bajamos a toda prisa, temerosos de caer en manos de un ranchero furioso. Según nuestros maestros, habían solicitado permiso a las autoridades, pero es natural que algunos pobladores se molesten si sienten invadido su territorio.

Subimos al autobús cansados, sudados, cubiertos de tierra… pero felices.





























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