Eran vacaciones de Semana Santa. Hacía tanto calor que me daban ganas de salir a la calle sin ropa. Pero qué vergüenza, ¿no? Así que decidí organizar un viaje con mis amigas Yunuen y Claudia. Les hablé por teléfono y, como buena conspiradora de travesuras, les propuse irnos a la playa de Manzanillo: tres días, cuatro noches, nosotras solas... a la aventura. Cuando llegó el día de la partida, en la nueva central camionera, Claudia llevaba comida como para sobrevivir un mes, y un salvavidas tamaño jumbo que apenas y cabía en el camión. Yunuen cargaba cuatro maletas repletas de ropa y una gran canasta llena de lonches calientitos, que hacían que el interior del autobús oliera a garnachas de fonda de la Calzada. Yo solo llevaba una vieja mochila con tres cambios de ropa, bloqueador solar, doscientos pesos, una barra de chocolate y una ánfora de Tonayán. Emocionadísimas, ya íbamos imaginando las aventuras que nos esperaban en Manzanillo. ¡Y resulta que la primera de todas sucedería ah...